DICEN que en tierras de Ledesma, río abajo, se llega por caminos de ventura y polvo manso a un encinar que cuando sale el sol confunde sus sombras fugitivas con las del campanario de Monleras. Las tardes otoñales, con su provisión de pájaros viajeros y de campanas como soles tardíos, dejan al caminante a merced de sus sueños, detenido en una plaza donde el viento favorable trae una memoria jubilosa de fiestas pasadas y de baile compartido.

Cuando el año es pródigo en borrascas, el embalse se crece hasta dejar su orilla junto a los caminos por los que rumian las ovejas su paso de segundero, los caminos por los que un pescador que vuelve al oscurecer reconoce en la distancia las casas familiares y las farolas del crepúsculo, llena de tiempo la cesta.

Dicen que una mañana de noviembre de 1167 que estaban las encinas nevadas y los cielos eran portugueses y atlánticos, Esteban, obispo de Zamora, detuvo en esa distancia su montura por contemplar el pueblo que el rey don Fernando y la reina doña Urraca le habían donado por escrito; y que no pudo seguir porque la melancolía de la vista le impedía dar más pasos.